jueves, 13 de julio de 2017

“PASQUINES: CON ‘P’ DE POETA”, artículo de NICKY NEGRETE




Nacido en Asturias y residente en Córdoba desde hace unos años, José Luis Campal es un escritor, poeta y artista comprometido con las letras, el arte y –como no podía ser de otro modo en un poeta como es él– con lo social, como podréis comprobar al leer este Pasquines (Piediciones, 2017) que cierra su trilogía marcadamente social, iniciada en 2015 con Pancartas y continuada el pasado año con Pintadas. Los títulos mismos ya dan una idea de su compromiso con los valores sociales, humanos y éticos. No voy a citar todo su currículo porque viene resumido en la solapa del libro.
Nicky Negrete


Conocí a José Luis Campal gracias a mi hermano, el también poeta José Carlos Velázquez, con quien ha realizado numerosas colaboraciones literarias y algunos recitales poéticos. Más tarde tuve el privilegio de ser yo mismo –también– quien tuviera la oportunidad de publicar en El Paraíso, la revista ensamblada de poesía visual más antigua del país que lleva 26 años editando. Lo conocí en persona en Madrid en la presentación de otro de sus libros, El regalo. Y lo fue. Un regalo, digo.


En el poemario que ahora nos ocupa, Pasquines, conformado por sesenta piezas más o menos breves –la buena esencia siempre en frasco pequeño– el lector podrá apreciar que la fuerza de este compromiso nace del corazón, de unos principios vividos desde siempre y de la disconformidad con el bofetón de realidad e hipocresía con el que nos desafía a diario la sociedad de consumo.
Cubierta PASQUINES


En un mundo construido para que los esclavos no sepan que lo son y sigan engrasando la maquinaria que mantiene a unos pocos en lo alto mientras millones se arrastran por las porquerizas de la miseria, una voz se alza en el desierto de la cordura para gritarle a la cara al sistema que no le engañan, que todavía queda gente en pie que se da cuenta de lo que pasa y que no va a arrodillarse en silencio para ofrecer su cuello al hacha de la productividad monetaria. Gente que es capaz de vomitar al rostro del cacique de turno las verdades que no soporta escuchar porque su contenido derriba todo su castillo de naipes y porque su verdad intrínseca araña y azuza la poca conciencia latente que aún no han conseguido matar, silenciar o pervertir.


Esta voz es la de José Luis Campal que, sin rubor y con la fuerza que dan la coherencia y la verdad dice cosas como ésta: «Gobierno: / ¡Disuélvete ya / en ácido sulfúrico, / que limpia, fija y da esplendor / (al pueblo)!» (poema XLIV).


Y a la vez fustiga las mentes de quienes, oprimidos y vilmente utilizados por el sistema sin ser conscientes de ello, dormitan en sus zonas de confort, para que no se dejen avasallar y abran los ojos, a fin de que –como siempre repiqueteaba su tocayo José Luis Sampedro– piensen por sí mismos. Y esto no puede hacerse con palabras suaves y caricias en el cabello. Ha de ser con toda la fuerza que requiere la situación y por eso leeréis cosas como ésta: «me aturde y desconcierta / que no veáis la cruda realidad / de este inmenso vertedero / en el que chapoteáis sin creéroslo / y donde triunfan lo feroz y lo mediocre» (poema IV).


O también: «¡hincadle el diente a esta saga de siglos / que lleva cientos de miles de años / refocilándose inane en un prolongado / orgasmo pequeñoburgués!» (poema II). Y en otro punto: «Dóciles vais de cabeza al pozo / y saludáis serviles al pocero» (poema XLIII).


Esos reproches podría hacerlos desde el pedestal de quien se sabe defensor de lo justo estableciendo una distancia con quienes se dejan llevar por los mensajes “saciantes” y empalagosos de la publicidad o por las mentiras envenenadas de quienes, debiendo representarnos, visten pieles de cordero de día para devorar manadas completas amparados en la oscuridad de la noche.


Presentación en Madrid
Pero no es así. El poeta social, la voz que –como el bautista– clama en el desierto, se incluye a sí mismo en el lote, aunque –y esto lo añado yo– él sí busca una salida, una solución, o cuando menos, su mente inquisitiva se pregunta por las cosas: «Y mientras nosotros qué hacemos, / qué hacemos, / qué» (poema V).


Como poeta social le remueven los que –para la sociedad– se presentan como dilemas éticos, ya que su conciencia éticamente educada –cuando todavía existían asignaturas como la Filosofía en el sistema educativo– y no pervertida por el falso hedonismo imperante y los dictados de los sofismas políticos y publicitarios, se da cuenta enseguida de lo que se esconde a una gran mayoría: falsedades de planteamientos, engaños manifiestos, sibilinas manipulaciones o aberraciones patentes y clamorosas; en definitiva una hipocresía brutal que a base de descaro y repetición se ha ido instalando en nuestra sociedad. Algo que ha sido facilitado por quienes viven inmersos en esa hipocresía, en esa doble moral, en ese doble rasero, en esa lógica quebrada y retorcida de lo ilógico y lo contradictorio como es la religión (sobre todo las monoteístas). Por ello le resulta obligado denunciar ese fariseísmo del catolicismo que ataca el aborto mientras baila el agua a una maquinaria que aplasta a miles de personas o se beneficia económicamente de la pobreza de aquellos a quienes debiera defender: «Que nazca ese feto y se desangre / de lunes a domingo entre cartones / mientras las pudientes familias / que acuden a misa con paso ordenado / y relucientes cuentas corrientes / desvían la mirada con asco / al tropezarse con una callosa mano / que les suplica ayuda, y pasan / de largo porque ya no es su problema» (poema VI).


Su compromiso con la poesía social queda perfectamente plasmado en sus versos, como en estos: «La poesía no social / es antipoética. / La poesía no social / es infrapoética. / La poesía no social / es contrapoética. / La poesía no social / lleva siglos muerta» (poema XXIII).


Tiene también para los políticos, para los poetas, para los plagiadores, para la gente de a pie, pero siempre con un hilo conductor: la alergia más absoluta a la falsedad, la imposición, la injusticia, el descaro y la prepotencia: «Árnica que sabe a patíbulo / ante tanta desvergüenza y chulería» (poema XXIX).


Como veréis, puede que este libro no resulte de fácil lectura para aquellas mentes que no estén dispuestas a asumir ciertas verdades o que prefieran vivir en la comodidad y la desidia del “dolce far niente”. Este libro, es un removedor de conciencias es una pequeña herramienta de grandes verdades. Es capaz de expresar grandes conceptos con apenas unas palabras (y unos espacios). Y esto –lo digo como autor de nanorrelatos– no es precisamente fácil, sobre todo si, al mismo tiempo, se hace de una forma estéticamente bella.


Campal comienza el libro con una cita de Neruda: «Y no podrán vencer sino a los muertos». Pero bien podría haber citado –servatis servandis– el Trópico de cáncer de Miller: «Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro, en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del arte, una patada en el culo a Dios, al hombre, al destino, al tiempo, al amor, a la belleza... a lo que os parezca.»


Podría llenar cientos de folios sobre todo lo que estos Pasquines despiertan en mí como lector pero creo que preferimos que sea el propio autor quien nos hable a través de su obra: «(La revolución es una fruta afrodisiaca. / Quien la prueba no se desengancha)» (poema XXXII).


Enganchado quedo –doy fe– a estos Pasquines como espero quedéis vosotros, futuros lectores, también.

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