lunes, 6 de enero de 2014

"ATRÁS QUEDÓ", artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ ("LA NUEVA ESPAÑA, 5/1/2014)


                                                                       No puedo volver el tiempo
                                                                       Y quedarme siempre en antes.
                                                                       No puedo parar el tiempo
                                                                       Y no quisiera pararle.
                                                                          Ramón de Garciasol (1950)

 "Jinetes como los de San Lázaro, pero en Roma"
    Atrás quedó
el Hípico de San Lázaro, próximo a la vía del Vasco, con casetas de apuestas blanquiazules, adornadas con banderas y banderines de colores. Una voz ronca, el de la Federación, desde la tribuna del Jurado, anunciaba: “Caballo en pista Sirio, montado por la señorita Zendrera; preparado a la entrada de la pista, Atómico del Comandante Alonso Martín, y prevenido Cartago”. En los descansos, por los altavoces del Campo, se oía a “Los 5 Latinos” cantar enredos sobre un Telegrama: “¡Antes de que tus labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía, porque con la mirada, tú me pusiste un telegrama que lo decía, que lo decía…¡” y seguía la vocalista latina con lo del Telegrama: “¡Destino, tu corazón; domicilio, cerca del cielo; remitentes, mis ojos son; y texto, te quiero!”. Los equinos saltadores ponían, espantados, tiesas sus orejas, por causa de tanto tururú, tururú, y también por los ruidos la locomotora del Vasco, tan próxima, que corría con su cabeza adornada con penachos de humo blanco.

El tren del Vasco dejó atrás la Fábrica de Explosivos de La Manjoya, que tanto asustó a los ovetenses el día de la “gran explosión”. Se cerró el Cine Aramo por peligro de que la imponente araña de cristal, colgada del techo, cayera sobre las cabezas de los que estaban en el patio de butacas, y también sobre la cabeza del caramelero (me gustaba más llamarlo bombonero). Caramelero que, con uniforme de color marrón y muchos botones, con gorro como de caporal del Ejército francés, vendía caramelos, chocolatinas Nestlé y chicles. En la nuca del apuesto botones se veía el nudo o lazo, casi pajarita, de las cintas, como de persianas, que sostenían el cesto a la altura de la cintura, con las dulzuras tan apetitosas para el descanso cinematográfico, entre Nodo y película.

        No obstante el miedo de los ovetenses a la Fábrica de Explosivos, la Unión Española de Explosivos estaba omnipresente, pues sus afamados almanaques lo mismo estaban en La Boalesa, tugurio en Santa Susana, que en el Negociado de “Vías y Obras” de la Diputación, que dirigía el ingeniero don Leoncio del Valle, o que a la entrada del Bar Azul, en La Escandalera, que olía a patas de centollo y a bígaros. De aquella explosiva Unión viene el apellido de los Crabifosse, que suena a explosivo, mucho.
 
 "Trenecito de vía estrecha", inglés"
         Nada más salir el convoy ferroviario, de vía estrechísima, de la Estación de La Manjoya --cerca de la casa del señor cura., muy querido, don Álvaro, hoy del Sagrado Corazón(Gijón)-- vimos desde el puente alto, muy alto, a los de abajo, los del Caleyu, que esperaban, diminutos, subirse al tren de la vía ancha, la RENFE. Y que la poderosa RENFE estuviera tan abajo y el Vasco tan arriba, sólo podía ocurrir en El Caleyu. Un Caleyu conocido no sé si por la lejía, la gaseosa o por la inmobiliaria de don Abilio, o por nada de eso, que ni falta les hacía de todo eso. Hoy, por el contrario, El Caleyu o sus inmediaciones es un emporio; un Silicon Valley riquísimo, pues allí están los jesuitas, “maestros del discernimiento” como San Ignacio y el papa Francisco. Y mirando están los de enfrente, de la competencia, los médicos del Centro, también de muchos rezos, que eso me dicen (no debe ser verdad lo de los rezos, pues conozco a varios médicos del Centro, que no rezan nada, nada, menos que yo)

Lo de los jesuitas ha de ser siempre emocionante para quien –como este autor-fue bautizado en la Iglesia de San Isidoro El Real, que fue la Iglesia de Jesuitas en Oviedo, antes de que los masones de entonces los expulsaran de la Ciudad. ¿Qué fue de aquéllos, mis antiguos Maristas? ¿Con lo importante que llegaron a ser en Santa Susana, qué será, será, de ellos, ahora que Marcelino Champagnat es ya, por fin, Santo y no Beato, y por lo que tanto rezamos? ¿Seguirá el Hermano Serafín haciendo fotos y fotos, y peinándose al estilo de los peinados a base de cuatro pelos, como don Benedicto, latinista de las “Guerras de las Galias”? Es que don Benedicto, siempre con sotana, era más hueso que solomillo en el Instituto del Casto, casi como el histórico “Atila”, de imposible confusión con Atilano, Obispo del Doncel de Sigüenza y de La Alcarria, de olor a oveja y apellidado Rodríguez, que, por haber ya sido Obispo Auxiliar de Oviedo –éste sí que estuvo en la terna- sólo puede ser Coadjutor aquí, en esta Diócesis de coadjutores, como don Segundo.
 
" Obispo como don Atilano, pero con báculo chungo"


" El Queen's Fuso (Fuso de la Reina) como el Phelaton Building
La expedición ferroviaria de “los maristas” con destino a La Magdalena dejó atrás el imponente puente metálico, de gran altura sobre las aguas del Río Nalón. Ese puente y río que recordó al “Rio Kwai”, hoy recuerda a otro río. Y al fondo: la Estación ferroviaria de Fuso, que, al verla, caí rendido por su hechizo y encantamiento. Una Estación, rodeada con una marquesina y voladizos como de la “belle époque”; que era un triángulo isósceles, al lado izquierdo, la vía del Vasco a Collanzo, y al derecho, la vía del Vasco a San Esteban de Pravia. La Estación era, en realidad, una esquina. Por eso, cuando años después, aún con la mente alborotada, en Nueva York o en San Francisco, me puse delante de las esquinas más famosas del mundo, respectivamente, la del Flatiron o la de Phelaton (buildings), me dije que eso ya lo había visto antes: la Estación de Fuso, en el municipio de Morcín. Y el puente metálico de gran altura sobre el río, no podía ser el Nalón, tenía que ser el Hudson o la bahía de San Francisco. ¡Qué apropiado el nombre de Phelaton, por ser un auténtico “felatón”.
"Máquina de trenecido de vía estrecha, inglesa"

Parados en Fuso, el “estrés emocional” por tanto acontecimiento, no disminuyó sino que aumentó. El Jefe de la Estación salió de su garito y, con zozobra, tiró de la cuerda para que el badajo golpeara a un lado y otro la campana, volviendo a entrar, con igual zozobra, en el “puesto de mando”. El guarda-agujas corría acelerado a cambiar las agujas de la vía, maniobrando de prisa con barras y discos, poniendo el semáforo en rojo, de prohibido el paso. El fogonero no dejaba de atizar la máquina de vapor, cuya barriga, roja y glotona, todo lo engullía con voracidad. El interventor del tren, apresurado y con lapicero en la oreja, descorbatado, picaba con tiquismiquis los tickets de ida y vuelta, sonando “tic-tic” y “tic-tic”. Y el conductor de la locomotora agarraba con fuerza la palanca del freno, una palanca que hacía de brida o de rienda para sujetar al monstruo, que tenía ganas de correr desbocado, con humos como espuma en la embocadura entre las muelas.

En esa agobiante espera, inseguro, a mi compañero de asiento, Isidro Roza, pregunté la causa de tanta espera. Isidro, que era de Acción Católica –iba leyendo el Vela y Ancla, que era el libro infantil de Política (con el Doncel en las contraportadas en postura ambigua o de muy vago)-, me dijo, con su habitual sabiduría y aplomo, que estábamos a la espera de la llegada del tren de San Esteban, para los trasbordos. Efectivamente, nada más llegar ese tren, sin que nadie trasbordase, ni damas con moño erecto o fláccido, ni caballeros con lo mismo, reanudamos la marcha ferroviaria hacia Parteayer.

--“¡Cómo los rojos de Ablaña y de Cabañaquinta se van a mezclar con los azules de Grado y de Salas!” –exclamé yo-.

-- “Que no, que estás equivocado –me dijo Isidro-. Que en Salas y por allí hay también rojos, más rojos que las amapolas, que, además, tienen una “mina” –añadió-, y que por eso, por eso –siguió diciendo- se les llama Los Salaminos, sólo comparables a los de la otra gran batalla, la de Salamina, que perdieron los bárbaros persas.

Rufino F. C. cuyos ascendientes tenían en Oviedo un imponente negocio de ultramarinos junto al Cine Santa Isabel, preguntó, respondió: “¿Sabéis como se llaman los dulces postreros/potreros de Salas? Pues se llaman Los carajitos del Profesor

--Y preguntó otro: “¿A propósito, cómo se llaman, cómo, los postres dulces y suaves, muy dulces de Boñar, caminito de León?”

-- “¡Cómo, cómo, anda dínoslo!” –repreguntamos todos.
 
"Descendiendo con botas de Segarra"
Y entre tantas enjundias, llegamos, por fin, al apeadero de Parteayer, nuestro destino. Primero descendieron los de la OJE, que llevaban botas muy negras, como de militares, que, al parecer, las regalaban, unas, en el Gobierno Civil, y otras donde el Obispo capitoste, que decían que era también de la OJE. Luego descendieron los de Acción Católica, cuyas botas eran finas y elegantes, las chirucas de Almacenes Generales (en este grupo, acompañó a Isidro en la bajada Moutas Cimadevilla J.M., hoy cuenta-cuentos, incluso el de La Buena Pipa, tal como el autor mismo). Finalmente descendimos los del descalzo Padre Luis, del Carmelo y del Niño Jesús de Praga, con botas duras, muy duras, de Segarra, en Fruela, entre el Termómetro del Banco Popular y El Navío, un navío que junto a los nabos Trubia (por las guerras “nabales”) fue lo más marinero de aquel Oviedo.


(Continuará)
                     FOTOS FACILITADAS POR EL AUTOR

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