domingo, 10 de marzo de 2013

"LOS CÁNONES DEL CÓNCLAVE" (1ª parte), artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ publicado en "LA NUEVA ESPAÑA"


                                   
 ENTRE LO SAGRADO Y LO PROFANO


Si enmendáis vuestra conducta y vuestras acciones; si practicáis la justicia unos con otros; si no derramáis en este lugar sangre inocente…
Del Libro de Jeremías



Cardenales piadosos: de frente Sodano, de espalda  Herranz

La lectura de las normas que regulan la elección del Sumo Pontífice, las vigentes de Juan Pablo II (Constitución apostólica de 1996) y de Benedicto XVI (Motu Proprio de 2007 y 2013), y las de sus predecesores, es un ejercicio de ciencia y de arte, muy jurídicos, de Catálogo de Patrimonio Cultural de la Humanidad. Además, con esas lecturas es como si se venciera al tiempo, que vuelve muy atrás, al Imperio romano, bien en sus finales (Bajo Imperio), bien en sus principios, en los que el Derecho tenía su matriz en lo sagrado y pontifical. Esas normas, unas extensas (Constitución apostólica) y otras breves (Motu Proprio), son producciones del poder legislativo del Papa Soberano, con naturaleza de leyes peculiares (iuris peculiaris) y tan peculiares.

En primer lugar, escribamos que son normas de procedimiento, con arreglo a las cuales el Colegio de Electores (Cardenales) designa al Santo Padre. Un “cuerpo electoral” que hace lo que el Senado romano, en una etapa de su historia, hacía para elegir Emperador; los aristócratas romanos elegían a su Emperador, como hoy los “aristócratas eclesiásticos”, Cardenales, eligen al Papa. Supuestos ambos de transmisión aristocrática del poder, que no por disposición hereditaria. No es casualidad que al Colegio de Cardenales, el derogado Código de Derecho Canónico (1917) de Benedicto XV, aún le llame “Senado”; hoy, más moderno, es una “asamblea electiva”.

Esa coincidencia entre lo romano y lo católico, no ha de extrañar si se tiene en cuenta que el cristianismo latino se desarrolló sobre la base del Derecho romano y que la Iglesia católica se apropió, con mimetismo, de la forma política e institucional de Roma (Bajo Imperio), que, aunque ahora le resulte muy pesada, especialmente la Curia, fueron ésta y su burocracia esenciales para la permanencia de la Iglesia durante dos mil años (el durar es esencial). Nada, por cierto, parecido a lo que ocurre en los otros monoteísmos, el Islam y judaísmo, que no tienen ni curias ni vaticanos, lo que les supone ventajas y ahorros múltiples.

Aquellas normas son, además de peculiares, más que normas, pues el Cónclave, pertenece a lo sagrado (sacrum), y lo sagrado requiere liturgia, mucha. Por eso, por sagrado, el beato Juan XXIII escribió: “En el Cónclave, Cristo asiste con especial cuidado a su Esposa”; por eso los Cardenales tienen que rezar mucho y prepararse de ánimos “para acoger las mociones interiores del Espíritu Santo”, que ha de estar presente como un Pentecostés sin llama. En un lugar, la Capilla Sixtina, que es “donde todo contribuye a hacer más viva la presencia de Dios” (beato Juan Pablo II), eligiéndose allí un Sumo Pontífice, cuya potestad “deriva directamente de Cristo, de quien es Vicario en la Tierra” (Constitución del beato Juan Pablo II).

Pero una cosa son las formas solemnes, esenciales para lo sacro y lo litúrgico (por donde transita lo divino), y otra, diferente, son las obsesiones formales, a veces próximas, por excesos de escrúpulos y escrupulosidades, a la neurosis. Clave es el papel de los Escrutadores de las papeletas en la votación: es tal la minuciosidad que se les manda sentarse en una mesa (ad mesam, no sobre la mesa) o que las papeletas sean perforadas “con una aguja en el punto en que se encuentra la palabra eligo y se inserten en un hilo; se aten los extremos del hilo con un nudo” Hasta los tiempos de Pablo VI, las papeletas se colocaban en un cáliz cubierto por una patena (calix magnus et patena coopertus), ahora ya en urna, lo que facilita, sin duda, revolverlas (pluries agitato según Pío XII). Hasta los tiempos del beato Juan Pablo II, las papeletas se debían doblar por el centro, reducidas al tamaño de una pulgada.

En segundo lugar, parece sorprendente que a los destinatarios de las normas, los Cardenales, se les someta a tantas prevenciones y admoniciones. Suena a desconfianza ante todo tipo de maldades y pecados a cometer e imaginables, abrumando a los Electores y abrumándonos con tantos juramentos repetidos y tantas penas latae sententia. Incluso el beato Juan Pablo II los pensó capaces de delinquir de simonía, llegando a exclamar ¡Dios no lo quiera! lo cual, sin duda, es un desahogo sentimental, raro, en un frío texto jurídico. Se deberá cuidar que nadie se acerque a los Electores, que no podrán recibir prensa, oír radios ni ver televisión; mas aún, han de evitar que los medios de comunicación “los instiguen” y no han de caer en la tentación de buscar la popularidad. Con lo del secreto, se organiza una caza de brujas, en la que se permite sólo un disimulo: “la caligrafía ha de ser lo más irreconocible posible (quae no revelet manum exarantem).

Los tobillos de Benedicto XVI
Claro que los Papas siempre tuvieron sus más y sus menos con los Cardenales. Pío XII, aristócrata romano, místico y milagrero, quiso que el Cónclave posterior a su muerte fuera raquítico, pues dejó el Sacro Colegio reducido en cincuenta y seis miembros (obligados eran setenta por Sixto V). Al fallecer el Papa Pío no había Camarlengo (S.R.E Camerario), por lo que el Sacro Colegio tuvo que nombrar a Aloisi Masella que, retador y presumido, se hacía llamar “quasi papa”. Papa Pacelli (Pax Coelis) tan no quiso próximos a Cardenales, que, después de la muerte del cardenal Maglione (1944), su Secretario de Estado, el resto de su pontificado (hasta 1958) dejó vacante tal cargo, repartiendo poder, entre dos prosecretarios, Tardini y Montini, a los que ni siquiera nombró cardenales. La condición de gran jurista, prudente, de Pío XII y el buen y contundente asesoramiento de sor Pascualina le bastaron. Y es que a los Papas, los Secretarios de Estado provocaron sudores, incluso Tarcisio Bertone a mi bendito Benedicto, hoy emérito y con más méritos que nunca, aunque ¡Tu non sei mai Pietro!

En tercer lugar, esas normas de procedimiento electoral, poco a poco y desde siglos, sin bruscas aboliciones o derogaciones, se van sobreponiendo como capas de un terreno sedimentado, y en cada una de ellas, los papas dejan ver sus preocupaciones. Por causa del “lío” que hubo con los sirvientes conclavistas y la sirvienta, casi conclavista, sor Pascualina, en la elección de Pío XII, el beato Juan XXIII redujo a uno el número de sirvientes que podía acompañar a cada Cardenal en el Cónclave. Fue Pablo VI el que prohibió la entrada de sirvientes. Y después del escándalo de las fotos del Pío XII moribundo, por la infidelidad de su médico personal, el Beato Juan XXIII, horrorizado, en el primer apartado de su Motu Proprio (1962) se apresuró a disponer: “A nadie sea permitido, durante la enfermedad del Sumo Pontífice o después de su muerte, obtener fotografías en sus habitaciones…”. Y Benedicto XVI, tan enemigo de mayorías y de relativismos, en su Motu Proprio de 2007, fue rápido en cambiar la regla del beato Juan Pablo II, exigiendo, en cualquier caso, circunstancias y siempre, la mayoría de dos tercios para la elección papal.

Y unas normas, las de Juan Pablo II, en las que, efectivamente, se prevé la renuncia del Papa (norma número 77), siendo sus pocas líneas una simple remisión al Codex. Es evidente que del análisis y cotejo de los documentos papales, sólo se contempla “de facto” un solo final de los Papas: la muerte, que es la única que se regula y con detalle. Eso es una cosa y otra que los papas contemporáneos, Pío XII (el Papa Rey), Pablo VI y Juan Pablo II no hayan pensado en dimitir o renunciar en algún momento de su pontificado. Benedicto XVI por teólogo, luego trapecista, fue el único en dar el salto o hacer la pirueta.

(Fotos cedidas por el autor)                                         (Continuará)

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