martes, 6 de noviembre de 2012

LA VERGÜENZA DE DAR LIMOSNA



Así como suena, dar limosna me hace sentir vergüenza. Esto requiere una explicación, y voy a tratar de darla. Lo mejor será hacerlo con un ejemplo, o más bien  con una situación que he vivido.

Como hago casi todos los fines de semana al final del día fui al hipermercado a hacer la compra. Todo sucedió con normalidad, hasta que llegué a la caja para pagar. Delante de mí había un matrimonio joven con una niña pequeña. Nada especial, a no ser que la peque se deshacía en carantoñas hacía mí sin que yo hubiese hecho nada para merecerlas, simplemente la nena me regalaba hermosas  y continuas sonrisas. Tal vez por esa razón reparé en sus padres. Él serio, con ganas de pocos amigos, ella triste, mirando al suelo. Mi curiosidad me hizo analizar un poco su compra. Muchos alimentos infantiles, unas magdalenas de fabricación industrial, una botella de aceite de girasol, pan, un kilo de azúcar, varios paquetes de macarrones, un paquete de lentejas y... nada más. Una compra de supervivencia. A la hora de pagar  el padre sacó de su bolsillo un papel que entregó a la cajera. Me acerqué un poco más, pero no pude leer el intrigante nota. La cajera la miró, le dio la vuelta, la volvió a mirar, consultó una libreta, y  finalmente llamó por teléfono y preguntó: ¿Qué identificación fiscal tiene Caritas? Todos los que hacíamos la cola recibimos la información. Y fue en ese momento cuando sentí vergüenza. En mi compra   había muchos productos superfluos, y todos ellos  de primera calidad.

Me siento avergonzada cuando me tropiezo con un pobre que pide en la calle. Me da vergüenza tirarle unas monedas en esa caja que suele colocar a sus pies. Pobres pidiendo los hubo siempre, conozco algunos que han hecho de ello su profesión. A esos, suelo darles conversación, interesarme por sus vidas, por la recaudación..., son profesionales de la mendicidad. Pero las cosas han cambiado mucho, ahora los pobres de la calle van bien vestidos, son ciudadanos como nosotros en todo, salvo en que no tienen trabajo, no tienen de qué vivir. Nuestra limosna les llena el estómago –si tienen suerte- y les vacía el alma. Quien siga este blog sabe que nunca fui partidaria de dar limosna, pues ahora ya no estoy tan segura de que mi postura sea la correcta. Me cuesta, me cuesta muchísimo, dar unas monedas a  quien pide en la calle, me da vergüenza su pobreza, me siento responsable –aún sin serlo- de su desgracia, de contribuir a aniquilarle su autoestima con esas fracciones de euro que me sobran. Yo podría ser uno de ellos, o cualquiera de nosotros. Y no sé qué me daría más vergüenza, si pedir o dar. Ambas cosas son injustas.

Aclaro, por si hay alguna duda, que admiro la gran labor que actualmente está haciendo Caritas y la de  tantos y tantos curas de base que comparten  lo poco que cobran con sus feligreses. Aunque no me dice nada que el Arzobispo manifieste públicamente que dona su paga extraordinaria a los pobres. Debería de hacerlo –si así se lo pide su conciencia- desde el anonimato.  También aclaro que no voy a misa, que no necesito desayunar con agua bendita, que no me gustan las personas que comen los santos, porque ahora, más que nunca, Dios está en la calle vestido de pobre. Ahí es donde yo me encuentro con Él.

2 comentarios:

  1. En el fondo es posible que pedir y dar sea un intercambio de valores.

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  2. Pues a todo se llega, querida amiga: a pedir si hay necesidad y a dar por lo mismo. Otra cosa es que los problemas deberían poder resolverse de otra forma, pero la Historia nos cuenta siempre lo mismo, y creo que no hay remedio. Si al dar alivias a alguien, es más que suficiente y si al pedir, te alivian a ti, también. No es fácil y las dos cosas requieren desprendernos de nuestra forma de ver las cosas y ver algo por los ojos de los demás. Seguro que a quien pide, no le gusta... excepto esos casos que todos conocemos.

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