domingo, 9 de septiembre de 2012

"LA CASA ROSA DE LOS PÉREZ", artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ publicado en LA NUEVA ESPAÑA



                        LA CASA ROSA DE LOS PÉREZ (IV)


                                               Meu Señor San Andresiño, meu divino Santo bon…
                                               ¡eu pidinche un rapás goapo, e trasme un papaleisón.
                                               Meu Señor San Andresiño qu’estás na alta ribeira…
                                               Este ano vin soltera,¡pra o que ven, virei casada…!
                                               Ay, la, la, la, Ay, la, la, la, Ay, la, la, la.
                                                           Coplillas de la romería de San Andrés de Teixido



EL LADO MÁS CUBISTA DE LA CASA ROSA
            La tarde, de fiesta y santo de Pepe, Pérez Montero, transcurría en el cueto más alto, y vericueto, del ovetense Prado Picón; y en el interior de su casa, la “casa rosa”, que, más que lugar para habitación, fue de ensimismamiento de sus moradores, peculiares y distintos. Una casa, dibujo de un sueño, una ensoñación, del pintor y maestro de dibujos, Pérez Jiménez, que llegó a este Norte húmedo, de aldeas y brañas, venido del sur, morisco, de Extremadura, de color del sol, refinada y con lujos orientales, ya Andalucía y olé. Procedencia esa que sirve para entender el sibaritismo de cortijo de aquel pintor y de su hija e hijo, pareja sin parejas, amorosos sin amores, sin descendencia ni estirpes, que, como velas, se fueron apagando poco a poco.

            La tarde fue de placeres y deleites, con alboroto. Fue de dulces en bandejas de plata, que la gula tragona impedía el hartazgo; de aromas orientales, salidos de la vaporosa máquina cafetera, que perfumaba el aire como inciensos; fue de juegos y acertijos sobre letras y palabras, saltarinas y juguetonas, que iban y venían, rebotadas. Y hubo enredos: si a los cuadraditos de azúcar, para endulzar el amargo y negro café, envueltos en papeles finos, se les debería llamar chochitos, con suavidad y delicadeza, o, por el contrario, terrones, con aspereza y aridez. Mari se declaró partidaria de terrones y Pepe prefirió los chochitos. Yo, ecléctico, recordé un grave incidente, siendo testigo y chiquillo, en el bar-cafetería California, de la calle Palacio Valdés, la más americana de las cafeterías-bar ovetenses, que protagonizó un caballero al pedir a una camarera, muy rubia de peluquería y blonda, un café con leche “con un chochín por favor”.

            Fue en el momento del licor, más compota que licor de guindas. De repente, Pepe, como si hubieran tocado a rebato, se marchó, esquivando, con torería, consolas y mesitas de día, y, pasado un rato, regresó con un frasquito, un frasquín de los de penicilina, con tapa azul de goma, que lo colocó sobre la mesa. Ante mi extrañeza por el color de aquel líquido en frasco de farmacia, un amarillo pajizo, Pepe, muy seguro y con mucha fe, lo aclaró: “Es un reconstituyente, una fórmula y bálsamo rubio contra el envejecimiento a base de jaleas reales; genialidad de don Lucas R. Pire, vicerrector y catedrático de Química de la Facultad de Ciencias de Oviedo”. Más tarde supe que ese líquido, mágico como el “ungüento amarillo”, no pócima o mejunje, una vez patentado, se comercializó con gran éxito –arrasó- entre los del Oviedín del alma, con la denominación de Menem.

Del profesor Pire, vicerrector, conté lo poco que sabia; que era muy asiduo, en la fila de las Autoridades, de las muchas, muchísimas procesiones, y entierros a lo grande (como el del Arzobispo Lauzurica en la primavera de 1964), que transitaban por las calles de Oviedo –las procesiones nacional-católicas eran siempre por fuera-. Iba Pire con su gran porte, un auténtico gentleman, un hombrón de pelo blanco, con un bastoncito negro en la mano derecha; primero muy tieso y más tarde encorvado; e iba, en suplencia del rector de la Universidad, Virgili Vinadé, con dificultades para los largos recorridos, junto a otros asiduos, tal el presidente de la Diputación, López Muñiz, tal el muy marcial y espadachín coronel del Regimiento del Milán, que, en la mano izquierda, sostenía la gorra, que parecía llevar una bandeja de pasteles.

Mari, muy profesoral y literaria, y como buscando mi complicidad contra el frasquín, repetía una y otra vez rezongando: “¡Ay, Pepe, Pepe, que eres un barroco, muy barroco y gongorino y que vas a acabar como el Licenciado Vidriera!”. Complicidad que en mí no encontró, no obstante conocer la triste locura de tal Licenciado, que engulló lo que no debió, un hechizado membrillo toledano. Por mi estancia, dedicado a menesteres de fe en las Rías Altas gallegas, al presenciar muchos encantamientos, “meigallos”, “vade retros”, y más brujerías, manifesté mi afición a brebajes, purgantes y licores mágicos, llegando incluso a dejar de comer puerros y coles por ser, según conseja de bruja celta, propicios a causar barullos de mente y melancolías con llanto. Mari y Pepe me miraban sin pestañear como pasmados, con sus ojillos menudos y miopes, que, por aumento de cristales gruesos, parecían grandes, de buho.

SANTUARIO SE SAN ANDRÉS DE TEIXIDO
Hablamos de santos milagreiros, con risas y sonrisas. Del agua de la fuente San Benitiño, que cura verrugas, acabando de recibir –conté- una botella con esa santa agua, regalo de don Antón.T., comadrón, cultivador de camelias en el Condado de Ortigueira, que también ponía inyecciones, y cuya fe de brujo de gran poder, retó a la mía, también bruja. Antes de firmar su testamento, al preguntar si ese papel “servía de algo” y responderle con un dubitativo y sincero “depende, depende”, hizo don Antón, con aspavientos y a voces, un conxuro en toda regla. Expliqué luego lo de otro santo, San Andresiño, y su herba de namorar o namoradeira, para “bien enamorar, preñar y parir”, abundante en las inmediaciones y corredoiras del santuario de San Andrés de Teixido, colgado en un abismo y mirador del Mare Tenebrosum, de percebes gigantes. Allí el diálogo de mucha fe aconteció con el Obispo de Mondoñedo, un santo y gallegazo,  monseñor Araujo, que consiguió, gracias a la “hierba de enamorar”, que fuera su ayudante, monago, en la misa romera de San Andresiño. No se recordaba tanta fe junta, la de obispo y la del fedatario; ambos de aquel lugar peregrino, de muchos portentos y de mucha empanada con meollos de tocino.

Más Pepe que Mari se interesó por la namoradeira, con propuesta fantástica de colgar un ramo en lo más alto de la casa, junto al pararrayos, arrugado y oxidado “por faltarle lo de Pire” dije yo. Luego, los tres como niños, sin gaita y pandeiro, cantamos animados la coplilla al Santo Meu Señor San Andresiño, empujando a Mari, que se trabucaba en el papaleisón. Eso fue antes de subir por una empinada y caracolada escalera, cual ánimas en procesión de la Santa Compaña, a la primera planta de la “casa rosa”, con susto mío al ver, entre dos estancias íntimas y una máquina de lavar atravesada, dos enormes colmillos de elefante, afilados y largos como lanzas de Quijote. En un salón grande, ya en la segunda planta, de cristales aplomados como vidrieras de catedral gótica, contemplamos los grandes lienzos y pinturas de Pérez Jiménez, allí reunidos, ya con dudas razonables y premonitorias, sobre el destino último de esa “obra”. Había paisajes, retratos y pinturas realistas, que siempre oí alabar a otra pintora, Carmela Pérez Herrero, en su casa de la calle Campomanes, número 32, 1º -- abajo, casi a la entrada, estaban los retratos de Mari, tocando el piano, y de Pepe, leyendo un libro, precisamente el Anuario de Derecho Internacional--.

MARI Y PEPE EN EL VERANO DE 1994
Muy cerca, Pepe tenía su gabinete, junto al de su hermana, también garito o palomar, con libros a miles y apuntes que cubrían suelos y paredes, ya amontonados en las escaleras. Allí Pepe, a veces levitando, trabajaba en su oficio, el Derecho Internacional, y donde soñó saltar de adjunto -siempre adjunto- a catedrático. Eso se le negó, acaso por insidias y zancadillas al uso, o por no entender él, desde las lejanas nubes y dentro de la solitaria torre con marfil de elefante, eso tan de abajo y que consiste en pagar peajes, franquicias o fingir devociones. Allí seguía con ganas, entretenido en traducir y preparar, según él, conferencias sobre el Terrorismo internacional, a pronunciar en Puerto Rico, siempre en Puerto Rico.

Al descender desde las alturas, dimos vueltas y vueltas a la caracolada escalera, de suelos de mármol mullidos por alfombrillas de felpa, y cuyos cristales opacos, desde el exterior, sólo dejaban ver, en noches oscuras, bultos borrosos que subían y bajaban, que eso vi muchas veces desde la Plaza de San Miguel. Ya en noche cerrada, la del 19 de marzo de 1980, nos despedimos con palabras muy amables, acariciadoras y con un adiós. Cerré una puerta, luego una verja, y bajé, nostálgico, las escaleras del Prado Picón, con luz de farol o farolillos, ojeando a mi izquierda, el lado mas cúbico, cubista, de la “casa rosa”, castillo y torre. La nostalgia de ahora mismo, más que nostalgia, es ya pena y dolor. Mari allí no está y Pepe se escapó al Cielo a finales de siglo. Queda la casa, que, sin ellos, es monumento, estatua de ladrillos, ladrillos, pintados de rosa.
(Fotos del autor del artículo)

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