miércoles, 29 de agosto de 2012

LOS TAPONES SOLIDARIOS Y MI MADRE




Llevo una temporadita recogiendo tapones de plástico sin saber muy bien para qué eran utilizados. Empecé a hacerlo por mi madre, porque  me lo pidió. Recuerdo que todo empezó un día que comimos juntas y que observé que  metía en el bolso el tapón del agua mineral que tomamos. En un principio me pareció extraño, confieso que me puse en lo peor: una manía de persona mayor. Pero nada de eso, lo que estaba haciendo era un acto solidario. Me dijo que formaba parte  de las pocas cosas que ya podía hacer para ayudar a los demás. Siempre fue muy participativa en actividades solidarias, pero ahora la edad –según me confesó- le impedía practicar ese voluntariado activo que  fue  parte muy importante de su vida y que echaba mucho de menos. Pero recoger tapones sí que lo puedo hacer, me dijo. Total, que decidí seguirle la pista a los ya  conocidos como Tapones solidarios. Investigando en la Red averigüé que se trata de recopilar toneladas de esos trocitos de plástico para el reciclaje, y que con el resultado de su venta se ayuda a niños con enfermedades raras.  No puedo decir que conocer la finalidad de esta recogida masiva de lo ya dicho, me haya dejado muy tranquila. Más bien todo lo contrario: me sentí avergonzada. Sentí la vergüenza de pertenecer a una sociedad que para que un niño tenga una silla de ruedas, un aparato ortopédico o cualquier otro artilugio que mejore su calidad de vida, sea necesario recoger toneladas de tapones. Caridad pura y dura, esa que tiene por finalidad acallar nuestras conciencias, muy lejos de la justicia social que esta sociedad que se dice avanzada debería de poner en práctica. Doscientos euros se pagan por una tonelada. Muchas hicieron falta para comprarle una prótesis ortopédica –que costaba 8.000 euros- a Íker uno de los niños ya  beneficiados. Aitana, otra pequeña, necesitó 12.000 euros para un elevador eléctrico que le permitiera salir de su casa. Y también está Sara, Ángela… y unos cuantos más.

Sigo recogiendo tapones para llevárselos a mi madre, que tanto se alegra cada vez que le entrego un montonín y puede llevarlos al punto de recogida.  Y lo hacen sus amigas y todo el que cae en sus red solidaria, pero bien sabe dios que detrás de cada tapón que yo le entrego, y ella recibe feliz, hay una gran sensación de fracaso. ¿Cómo es posible que luzcamos a nuestros niños con vestiditos de firma, zapatitos de ídem, un sinfín de sofisticados juguetes...,  y estos niños, con tantos derechos como los nuestros, no puedan  acceder a la prótesis ortopédica que precisan para caminar? Es para sentirse mal. 

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