viernes, 15 de julio de 2011

LOS OLORES DEL CAMPO, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ publicado en "LA HORA DE ASTURIAS"

Sé que al publicar este articulo pongo en práctica, una vez más, mi irrefrenable osadía. Primero, porque lo hago sin la autorización de su autor, segundo, porque no estoy muy segura de atentar contra eso que se llaman derechos de ídem, aunque dado como anda la SGAE..., pudiera ser menos grave; y todavía existe una tercera y poderosa razón que aconsejaría no hacerlo: su calidad literaria. En realidad es algo así como publicar el Quijote en la hoja parroquial. Pese a lo dicho, no me resisto a no publicarlo, quiero compartirlo con quienes os asomáis a este espacio personal por vuestra paciencia y benevolencia, para recompensaros de alguna manera por soportar la deficiente calidad literaria de cuanto escribo. Hoy -al igual que sucede cuando publico lo de José Marcelino, de José Luis Campal...y de otros- quiero resarciros de mi osadía.


EN UN PRINCIPIO FUE LA CALLE CAMPOMANES (XXIII)
(Artículo de Ángel Aznárez que forma parte de una serie dedicada a la calle Campomanes de Oviedo, donde nació y pasó su infancia este ilustre notario que los gijoneses acogimos con cariño, pese a ser de Oviedo, que no es poco)

Las casas números 30, 32 y 34 de la calle Campomanes, cerca de la Plaza San Miguel, tenían, en las galerías de atrás, vistas a un jardín oculto, umbrío y sombrío. Ese jardín era un gran rectángulo por el que paseaban especies de seres vivos, muy evolucionados en lo biológico: dos tortugas, dos gatos y los dos propietarios (él y ella), humanos. Las tortugas siempre copulando -nunca supe si eran homo o hetero-; la pareja felina copulaba menos y, cuando lo hacía, cantaban unos “miaus” más agudos que los del “Coro Santiaguín”. Los humanos,(él y ella) no copulaban, pues, aunque vivían juntos, siempre estaban separados; además, él le daba al tarro o porrón y a lo suyo, nunca a lo de ella.
Altos y frondosos se erguían dos castaños y un magnolio, que impedían ver la cochera municipal, con entrada por la calle Quintana, en la que destacaba una maquinona, la gran apisonadora, que, como dama lenta y rolliza, la empezaban a calentar a las ocho de la mañana y a las doce, ya caliente, salía majestuosa a apisonar todo lo que se le pusiera por delante. El magnolio, florido en lo más alto de blanco como una madrina de boda, era el arsenal o suministrador de mi flota náutica, que eso eran las hojas (del magnolio) deslizándose en el estanque del Palomar, con mirada atenta de la Virgen de Covadonga, en el Campo de San Francisco. Imaginaba las hojas náuticas como la gran flota del Imperio Británico, que allí competían con la “motora” a pilas de Valentín Cuervas-Mons, primogénito, y con el velero de Pepín, unigénito del dueño de “Casa Veneranda”, junto a San Juan, y de su esposa Azucena. El estanque era inodoro, pues era lugar de muchas metamorfosis, y éstas, introvertidas, no suelen dar olores; lo que un día eran cabezones, al siguiente eran renacuajos; en el Palomar de al lado, entraban unos señores vestidos de normales y salían disfrazados de Robin Hood -eran los guardias del Campo o vallaurones”, así llamados por ocurrencia del concejal Vallaure.
El Bombé olía a plátano de merienda y a onza de chocolate La Cibeles; sólo Pepín merendaba chocolatinas Nestlé suizas y bollos suizos, siendo de igual exquisitez Casa Veneranda que La Suiza, en la calle Jesús, muy adelantadas en delicatessen. La cercana Herradura olía, en fiestas ya con luz y sonido, a sobaco de novio y a sudores de hembra pilinguis (para saber que es eso de pilinguis, puede consultarse el libro de don Pancracio Celdrán); muy cerca estaban los retretes, que empezaron a llamarse “waters”, y muy cerca sigue estando la estatua de San Francisco, cuya capucha recordaba la toca de las monjas Ursulinas de Jesús, antes de colgarlo todo: el cordón morado con borla morada, las ropas exteriores (o hábito) y las otras, las de íntimos contactos. La Rosaleda olía a flores y ambrosías, cortejadas por mariposas, que las niñas en flor asustaban con aspavientos, y que atraían a abejorros muy machos, que hincaban el aguijón en las fragancias genitales de las plantas, que eso eran y siguen siendo las flores.
El belvedere de Neptuno, cerca de Toreno, olía a humanidad de osos, que, muy cerca, allí estaban en pareja -me gusta más lo de humanidad de oso que lo de animalidad de oso, siendo igual de cochinos. Las pesadas y blancas sillas de hierro del paseo de Los Álamos olían, pegajosas, a pinturas y a químicas, todas muy atadas con gruesas cadenas y en hileras, pues, en aquel tiempo, los bandidos robaban sillas y ahora, los bandidos, quieren robar el Campo mismísimo -eso lo escribo porque lo dijo Rivi en La Nueva España; al concejal Rivi, que quiero mucho, creo todo y a pié juntillas por razón de ser y la única, la única, perla roja, muy roja, en el azul oceánico del Oviedin-.
Sentado en una de esas sillas, veía a muchas personas, a muchas. A Sarita Peña, muy niña, bailando el Twist en el portal de su casa en la calle Uría, compartido por los del Centro Asturiano; se veía a un Gendín vendiendo supositorios contra tos ferinas y sarampiones, y sales de frutas Eno; a Navarro, el óptico, que probaba gafas y hacía gratis la graduación de la vista; a López Valdivieso que extendía alfombras en Blanco y Negro con estilo muy de persa o muy de turco. Un Presidente de la Diputación se inclinaba, casi cayendo, por problemas de una pierna larga y de otra corta, al subir los escalones para entrar en el Pasaje. Inés Figaredo, siempre señorita y tiesa, salía de su casa, encima del Cine Aramo, para ir a la misa de siete de la tarde en Las Esclavas, con hábitos de azul cielo y blanco nuboso.
Los clientes del Astoria tenían las caras descompuestas por las compuestas en coctelera, mas tragadas que bebidas (las compuestas y las cocteleras). Dos de los hijos del Gobernador de camisa azul, Marcos Peña y Royo, uno gordo y otro flaco (éste ahora de los del Progreso) paseaban ambos como donceles y entrambos con dos de “la secreta”, en funciones de doncella. Y por allí seguimos en el paseo de Los Alamos oliendo a pinturas paseaba el clero omnipresente; el Arzobispo don Francisco Javier a la cabeza, que ya empezaba a perderla, motorizado en un Mercedes imponente, atrapado en Uría entre los nuevos autobuses Pegaso de la azul empresa Trabanco; el magistral catedralicio, don Eliseo, que era lo que se apellidaba -Gallo, muy gallo-, iba en compañía del cura voceras don Robus (por Robustiano), que tenía licencia de confesión en San Isido-ro El Real, sacramentando en el primer confesionario, a la izquierda entrando en la Igle-sia, cerca de la escalera de caracol de acceso al coro, que apenas se le veías por culpa de la bombilla muy sucia y de la cortina morada que le escondía, muy encogida por lo que oía.
A mí el confesionario que me gustaba y me sigue gustando, por ser muy gótico, era y es el de ”M. Itre. Sr. Penitenciario” (así se anuncia) en la capilla del Santísimo Sacramento en la Catedral. Escribiré ahora, de forma incidental, que en esa Capilla, el pasado sábado 9 de julio de este mismo año, a las once horas y cincuenta minutos, presencié un incidente protagonizado por un guía turístico con pendiente colgando de una oreja, aunque sin peineta. El incidente fue de mucho sigilo, no llegándose a enterar el nuevo Dean (de la Diócesis de León en Oviedo), que allí estaba, junto al altar, poniendo orden en los libros litúrgicos, saliendo y entrando sin parar a la sacristía catedralicia por una puerta como de trampa. Allí, junto al confesionario gótico, recordé a otro deán, a don Rafael Somoano Verdasco, que me puntuó con 10 en el examen de la Reválida de 6º por contestar muy bien, según él, a la pregunta sobre lo “Uno y Trino en el Misterio de la Trinidad Santísima”; igual que don Luis Roca Franquesa me puntuó con otro 10 por comentar muy bien, según él, un soneto de Quevedo. Y don Luis Roca, además de tener una hija, Carmina, muy guapa, que era cortejada en la puerta de su casa en la calle Quintana, sabía mucho de Quevedo, pues hasta llevaba unos lentes quevedos, quevedos como de Quevedo.
Parada prolongada, como de transbordo, hay que hacer en la fuente, que hubo junto al estanque de los patos en el Campo. El olor era de humedades y fríos, deslizándose las aguas por unas rocas más que piedras, que tapizaban unos líquenes verdes y amarillos. Beber en aquella fuente era como de contorsionista: había que agacharse un poco, girar todo lo posible el cuello, y, en esa posición, abrir la boca –cuando ahora veo en los prados a ternerillos mamones chupar de la tetona vacuna, me acuerdo de aquel beber . Más que fuente en realidad era una cueva, que, al contemplarla con ojos infantiles, pensaba: ¡qué error el de la Virgen María, que se apareció en Lourdes y no allí, junto al estanque de los patos! Cuando esto se lo conté al Hermano Hermilo, marista con babero y sin babas, me dio un pellizco, más doloroso que el de monja del Hospicio. Si el Campo de San Francisco fuera hoy como es Lourdes, no hablaríamos de expropiaciones chorizas ni de la proyección internacional de Oviedo, mucho más que la de esa llamada “Fundación Príncipe”, de tanto figurín.
Al atardecer, regresamos por Santa Susana al número 34 de la calle Campomanes. Casi tropezamos con el Marqués de Aledo, que, en un “haiga” azul, venía trasportado desde Madrid para iniciar su temporada de descanso en el mayo ovetense, encontrándose en Bobes, con el que también llegaba en esas fechas, el llamado “Su Excelencia el Jefe del Estado” o Franco. (En la próxima Crónica continuaremos con el Marqués y sus jardines, vistos desde la calle Campomanes.)
P.S.- Telefoneo a mi editor, Vélez, que todo lo ve. Le traslado que don Oscar Cuervo San Román, que es dueño de Casa Lito y Cónsul de Gijón en Oviedo, tal como consta en su tarjeta de visita, nos invita gratis (hay invitaciones carísimas) a comer la especialidad de besugo con fideos, que tanto gusta al Excmo. Sr. Delegado del Gobierno. Aceptada la invitación, me cuenta Vélez que acaba de regresar de una excursión en compañía del común amigo don Ramiro Psicoesteta, y al preguntarle yo si éste corta sus melenas, me dice que no, pues no le cobra por amistad, lo cual le intimida. Tal cosa me parece prodigio de pródigo en una persona, mi editor, tan ahorradora, que es como la Caja de Ahorros de antes. Al preguntarme Vélez si me los corta a mí (los pelos), le digo que pocas veces; pero por otra razón: al ser don Ramiro Psicoesteta, quiere cortarme también la nariz, que, con los años sigue creciendo, a diferencia de otros apéndices que, con los años, siguen encogiéndose.

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