jueves, 7 de abril de 2011

EL CERO Y LA NADA, artículo de Joaquín Fuertes

Pues algo ha dicho ya Joaquín Fuertes en el artículo que hoy os invito a leer. O más bien, algo ha conseguido: movilizar mis afectos. Esos sentimientos que hoy son escasos y que tanto echo de menos en algunos momentos. A veces, por una palabra amable, por una mirada parlante (¡ya!, que la mirada no puede ser parlante: más que la propia lengua, amiguinos), por un abrazo, por un recuerdo como el que hoy tiene el periodista hacia mi padre, por…, daría parte de mi vida. Han pasado 34 años desde que se fue, lógicamente yo no lo he olvidado, pero que permanezca en el recuerdo de otros me hace inmensamente feliz. No puede imaginarse Joaquín, cuando esta mañana leyendo su artículo –como hago siempre que escribe- leo El inolvidable José Avelino Moro, el vuelco que me dio el corazón. No lo han olvidado, pensé, no pasó sin pena ni gloria para sus amigos: verdaderos tesoros en nuestras vidas. Lo reconozco: soy una sentimental, pero no quiero cambiar. Gracias, amiguín.


EL CERO Y LA NADA (Joaquín Fuertes)

Probablemente, aquel día en que no se le ocurría nada, Jean Paul Sartre comenzó la escritura de uno de los libros más transcendentes del pensamiento moderno, 'El ser y la nada'. Otro tanto debió de acontecerle a Arthur Koestler, sentado en el café Nueva York de Budapest, delante de unas cuartillas. Ese café, donde siempre suena la música de una orquestina y tiene todo el aroma y las resonancias de las viejas leyendas, lo muestran a los turistas como vestigio del Imperio Austrohúngaro. Las sillas llevan el nombre de los usuarios ilustres y tu cuerpo puede ocupar el espacio que en otra hora llenara Frank Kafka o el propio Koestler, que aquel día en que no se le ocurría nada pudo dar comienzo a la primera página de 'El cero y el infinito'. El día en que a uno no se le ocurre nada piensa en esos seres inagotables y voluntariosos que siempre tienen algo que ofrecernos. Con más de ochenta años cumplidos, Manuel Alcántara inunda de ingenio y sabiduría diariamente la última página del periódico. También en las últimas páginas mi tocayo Joaquín Olmo acomete la tarea dificilísima de que Pepín de Celes -así bautizado por el inolvidable José Avelino Moro-, sin decir palabra nos cuente su vida cada mañana. Olmo va camino de los noventa, con la frescura de la viñeta sobre ese pobre diablo al que todas las cosas le salen al revés. Más largo todavía es el camino de Antonio Mingote, más allá de los noventa, y sin esas quiebras que conducen a la nada. Cada mañana aparecen, como el sol, todos ellos, aunque algún contratiempo obligue a sacar algo escrito o dibujado del armario, almacenado en época de buena cosecha. El escritor y el dibujante están obligados a guardar en los tiempos de bonanza, si la salud y la inspiración son propicias, para tener acopio para la escasez; cuando a uno no se le ocurre nada; eso que los más castizos llaman estreñimiento mental. Es lo que debería hacer todo el mundo: guardar en la abundancia para los tiempos de escasez, y así no se apoderaría la nada cuando se está delante de una cuartilla o del ordenador. Sería, en fin, la primera regla para los políticos y banqueros, que con su mano ligera y cabeza torpe nos han llevado a la bancarrota. No conocen la distancia que hay entre el cero y el infinito, y entre el ser y la nada. Como ese rayo que no cesa se suceden las noticias que hielan el corazón, para las que no tienen respuesta los poetas. Soldados que se envían por el mundo armados hasta los dientes y van en son de paz. Malditas armas, si no son las del amor; pero las armas del soldado son de fuego, y el arma del político, la mentira. Nada entiendo, no sé nada, o tal vez la respuesta esté en el viento. Analfabetos de un solo libro queman el de otros analfabetos, y hay persecuciones y muertos. ¿Y qué tienes que decir de todo esto? No digo nada; lo mismo que usted, seguramente tengo miedo. Vamos, que estoy acojonado, que puestos a meternos con alguien hagámoslo con los budistas, que algo malo habrán hecho y son pacíficos. No tengo respuestas para nada, ni se me ocurre nada. Los judíos tampoco entendían nada, ni protestaron cuando les reventaban los comercios y les colocaban la estrella. Luego, ya fue demasiado tarde, y mataron a seis millones.

(Publicado en el diario El Comercio)

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