martes, 5 de octubre de 2010

EL BURRO DEL SEÑOR ALCALDE, artículo de Francisco Prendes Quirós


Venturas y desventuras de «Lorenzo», el pollino que en 1877 alegraba los paseos del Gijón de la época

Hubo un tiempo en que por las calles y las plazas de Gigia, Xixón para los bilingües, Jijón para los poetas, Gijón para el común de los mortales, abundaron los burros de carga y paseo.

Burros grises y pardos; burros jóvenes y viejos. Y, además, en la cuadra de cada casa de las veintiséis parroquias rurales, sesteaba, por lo menos, el burro de bajar al mercado los domingos..., el que esperaba para hacer el regreso a la puerta de San Pedro, el terminar de la misa de 12.

Y en los maravillosos jardines de los Campos Elíseos un burro pardo, peludo y suave, de ojos color de azabache, tiraba delicadamente del carro que hacía el paseo de las delicias infantiles, a real el viaje... Y aquí quedo, por no traer a cuento a los «burrinos» que aprendían, a base de muchos palos, sus primeras letras en el Colegio del Rosario, que el fiero don Justo García Fernández regentaba en la calle de los Moros.

Corrían los tiempos gloriosos del inicio de la explosión industrial. Los muelles bullían de embarcaciones de vapor y vela de todas las naciones, que por riguroso turno cargaban y descargaban sus mercancías. Por la calle Ancha de la Cruz, de ida, o de regreso, a/o de las dársenas, era incesante el desfile de los humildes «equus africanus», de los briosos «equus» de tiro, y de los callados bueyes de arrastre...

Calle Ancha, piso de tierra, barro en invierno, polvo en verano; por donde antes había huertas, habían brotando mil casas, casi todas con comercio o almacén en el bajo, y vivienda en el piso y la buhardilla... y durante todo el día, impidiendo el merecido descanso vecinal, como «moto de guaje», el fragor infernal del ir y venir de vendedores, burros, carros y carretas...

La autoridad bautizó la «rue», como calle Ancha, en comparación a las estrechas de Cimavilla, y de la Cruz por el tormento del continuo «estrépito» mercantil... Luego, la llamamos Corrida.

Sin apenas nadie saberlo, a primeras horas de la tarde del 10 de agosto de 1877 del vapor «Asturias», de la bandera de «Melitón González», que mandaba el joven capitán Nicanor Piñole Ovies, desembarcaron un burro blanquísimo, ejemplar selecto de la familia de los burros blancos de Alejandría, al que esperaba en el muelle con los brazos abiertos y su criado, también albino, el benefactor de la villa don Eustaquio García Blanco, rico, soltero y devoto...

Fue la sensación del mes, y de muchos meses más. Aquella misma tarde, el asno, al que por la fecha de su llegada, don Eustaquio bautizó como «Lorenzo», quedó cómodamente instalado en su hermosa posesión de Castiello.

Corrió la voz, y allí acudieron, por ver el curioso animal, amigos y familiares. Y hasta tal punto creció la curiosidad popular por «Lorenzo», que el propietario-benefactor se vio obligado a ordenar que bajaran cada mañana con el pollino al centro de la villa, y para su lucimiento encargó un lindo carro a la portuguesa en la ebanistería que Rufino Suárez tenía en la calle Corrida.

Día tras día, paseaba «Lorenzo» su carrito y su donaire por las cinco calles y las dos plazas de la Gigia, al cuidado de Bernardo Suárez, cabo de los serenos. Fue tan grande la expectación y tal el cariño que el burro alejandrino despertó en niños y señoras mayores que a los pocos meses el Alcalde en propiedad, don Jacinto Díaz Pérez, buen hidalgo, se vio obligado a «municipalizar» el borrico de don Eustaquio, que pasó a ser popularmente conocido por todo Gijón y veraneantes de Oviedo, como «el burro del alcalde». Municipalizado «Lorenzo» con su carro, comenzó a vérsele, menos en los plenos municipales, en todas los saraos y fiestas oficiales del municipio, siempre, por su seguridad, en compañía del cabo Suárez, que hacía de su escudero...

Ora portaba «Lorenzo» en su carrito portugués a las tiernas infantas; ora, por su fiesta, trasladaba del «forno» de Angelón al Campo de los Valdés el ramo de San Pedro; ora desfilaba gozoso, seguido de cien chavales, a la cabeza de las comparsas de los carnavales; o por Navidad, portaba en su carrito mil regalos de Piquero para los hijos del sufrido gremio de los labrantes...

Y así, años. Veinticuatro años, bien descansados, a pesar de la espina venenosa con la que una tarde se pinchó en el rosal municipal, pasó «Lorenzo», el burro blanco de Alejandría al servicio del Consistorio de Gigia, a cuatro pasos del Ovetum famoso, en su papel de «el burro del señor alcalde»; mientras que sus congéneres, molidos a palos por sus amos, dejaban tiras de «lomo» entre las envidias de los carreteros y los furores de los genoveses...

Don Eustaquio no dejó de repetirlo hasta el día mismo de su inesperada muerte en Madrid: «Para hacer bien "el burro del alcalde", hay que ejercer en tierra de simples, y haber nacido blanco y con suerte». «Lorenzo», lejos de la vida municipal, terminó sus días sin cascos, y en la cuadra privada del señor de la Torre.

Decían quienes bien le conocieron, que nunca se había acostumbrado a vivir fuera de los focos municipales... Una tarde murió sin darse cuenta. «No acaba más dulcemente un bello día de verano», hizo saber el señor Torre al Consistorio... Et sic per omnia.
Francisco Prendes Quirós (Publicado en el diario

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